Colores de otoño en arcenes de carretera que muestran una gama imposible de amarillos, verdes, rojos, marrones... Imposibles de combinar mejor, hasta llegar a Vadiello. Una vez más.
Nubes que entran y salen del barranco, que juegan con nuestras posibilidades de hacer algo, que nos abrazan y se van, que vuelven y descargan agua nada más ponernos la mochila a la espalda y dejan de molestar al llegar a la repisa del bombo.
Frío en las manos, en la orejas, en la nariz, que ignoramos al ponernos los gatos por primera vez en el día y que echamos de menos al descolgarnos exhaustos y con los antebrazos hinchados entre pegue y pegue. Pero al tocar suelo, ya buscamos el abrigo.
Color rojo, como el de la sangre en los dedos, que es el peaje que pagamos cada día que nos subimos a la pared, como el que empieza a desteñir las vías que acechamos constantes y esperanzados de que cada día nos concedan un par de movimientos más y el invierno llegue después de alcanzar sus cadenas.
Ayer, Quique y yo, estuvimos más cerca que nunca de nuestros objetivos. "Casi, casi..." Que puede no significar nada o puede que si. El trabajo ahí está, el esfuerzo, los kilómetros, las horas, las confidencias a pie de vía, la soledad de unas jornadas y la fiesta de otras... Poco queda para el desenlace de esta historia, no sabemos cuál será, pero después de todos estos días, da igual.
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