lunes, 17 de diciembre de 2012

Dos minutos y medio

        El ritual, como siempre, empieza por los pies. Aprieta los desgastados cordones intentando transmitir la tensión de sus músculos, también a su material. Peina el nudo de la cuerda en su arnés queriendo descartar cualquier imprevisto, a la vez que liberar su mente de otra cosa que no sea cada uno de los pasos de esa vía. Se levanta, cruza una mirada con su compañero que inclina la cabeza con un gesto afirmativo y le confirma que todo está en orden. Él, con un esbozo de sonrisa le dice que también está listo. Tira a sus pies la chaqueta. Todo el preámbulo, termina soplando los restos del magnesio que antes ha untado en sus manos.

Respira hondo, dejándose llenar del olor a tierra, del frío, de los últimos rayos del día y haciéndolos llegar a cada rincón de su cuerpo. Agarra por cuadragésima vez ese pedazo de roca que sus dedos tienen memorizado, levanta el pie y, como a cámara lenta, lo apoya en la parte más brillante, pulida del desgaste. Con la otra mano, consigue bloquear en un agujero algo más arriba y, con el suelo ya a casi dos metros, busca una cinta en su arnés que colocar en el seguro. Acto seguido, un “– Cuerda…” es atendido por la inmediata entrega de un metro de ella por parte de su asegurador, siempre atento y observando cada uno de sus gestos, alentándole y empujándole cuando más lo necesita.

Varios movimientos más, con el ritmo de la rutina y el trabajo de meses en los entrenamientos y en la propia vía, le sitúan ante el principal problema para poder encadenarla. Otra vez allí. Aprovechando una repisa para coger aire. Dos viejos enemigos que vuelven a verse las caras… Visualiza de nuevo los movimientos, se proyecta ante el paso, lucha en su interior contra los fantasmas que, llegado a ese punto, le han empujado hasta hacerle colgar de la cuerda una y otra vez. Focaliza la mirada y sale del reposo, decidido, a pesar de sentirse pesado y torpe tras varios metros de esfuerzo acumulados. Sus antebrazos cristalizan el esfuerzo en alfileres que se clavan en sus músculos.

Un grito se escapa entre sus dientes y rebota en la pared. Su compañero le sigue con la mirada y devuelve un “- ¡Vamos!”. Con la pierna temblando y los dedos crispados, consigue alcanzar el siguiente seguro. Desde allí ya puede ver la reunión y, dos minutos y medio después de atarse, un reto termina y otro empieza.

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